Se dice fácil. Ves una colección de moda, te agrada la propuesta, saludas al diseñador y le dices ahí, a quema ropa: “quiero comprarte algo de lo que vi.” Después crece la expectativa. El diseñador no vive en el Distrito Federal. Alguien te cuenta que sus prendas tienen acabados de primera y que su estudio está muy bien puesto. Finalmente se presenta la ocasión: voy de vacaciones a Cancún y encargué, vía mail, un vestido color chocolate de dicha colección.
Llegamos a la cita (mis primas y yo) una hora tarde. Aunque parezca maldición, encontramos tráfico tipo DF en Cancún. Pero David Salomón no sólo estaba de buenas, sino que se disculpó por haber atendido a una clienta mientras nos esperaba.
El atelier es una casa muy señorial. Pero desde la entrada hay racks con vestidos, maniquíes, vitrinas con joyería, anaqueles con zapatos y bolsas así como varios rollos de coloridas telas acomodadas en las paredes. Subiendo las escaleras, lo que fueron los dormitorios de la residencia se han convertido en talleres de corte y costura. En el segundo piso está también la oficina del diseñador.
David Salomón en su estudio y yo, con uno de sus diseños. |
Lo primero que veo al entrar a la oficina es mi vestido. Me lo pruebo y todas nos sorprendemos por su belleza. Me queda pintado. Después saco el sari que me compré en India y que quiero que Salomón transforme en algo más fácil de poner. Hablamos de las posibilidades, no llegamos a ningún acuerdo. Entonces se le ocurre que me pruebe otros vestidos para ver si me van bien. Ahí empieza el problema: todo me gusta. Mis primas eligen sus favoritos y nadie está de acuerdo. Un vestido blanco de la misma colección del que me mandé a hacer se vuelve de mi propiedad en el momento en que me veo en el espejo. “El vestido perfecto para la madrina”, dice el sabio Salomón, eliminando la posibilidad de que lleve a bautizar a mi ahijada con cualquier otro atuendo. Después voy por un vestido largo. Hace años que no tengo ninguno. Viene uno hermoso, perfecto para playa, pero no para la ciudad. Más adelante me traen uno igual al que usó Bárbara Mori. Le sigue uno color durazno muy elegante. Otro verde y dos estampados no pasan la prueba. Hasta que me puse uno negro y sucedió el milagro: todos estuvimos de acuerdo. No había duda. Ya tenía vestido largo.
Entre un vestido y otro, Salomón decidió probar suerte con su nueva colección de zapatos. Mandó a traer todos los de mi número, lo que no es fácil, porque tengo el pie pequeño y flaco como Vilma Picapiedra. Tuve que resignarme a comprar sólo unos pares, porque las zapatillas me quedaron flojas.
Salí de ahí llena de paquetes. Pasé una noche fantástica. Todas las primas disfrutaron de verme ponerme y quitarme ropa como si fuera una Barbie. Nada más convincente que un diseñador bien hecho y con talento. Pero si a eso le sumamos que Salomón es supersimpático, pues no hay quien se le resista. Lo digo yo que iba por un vestido y salí con tres, más cuatro pares de espléndidos zapatos. El atelier debería tener un letrero a la entrada que diga: ¡Cuidado con el encantador de mujeres!
No hay comentarios:
Publicar un comentario